Los prerrafaelistas (y muchos de sus seguidores) intentaron imbuir a sus cuadros religiosos una profunda sensación de realismo. En parte seguían los consejos de uno de sus popes, el crítico y también pintor John Ruskin, que insistía en que se debía retratar a la Virgen como "una simple chica judía", pero en sus lienzos muchos de ellos vertieron más simbolismo y magia (si se puede utilizar este término) de lo que supondría un acercamiento sencillo, alejado del misterio.
Los resultados conseguidos por algunos de estos pintores fueron, en ocasiones, realmente sorprendentes y dignos de admiración.
En el óleo que nos ocupa, Waterhouse pinta a la Virgen sin oropeles ni entronizaciones, más bien como una simple muchacha que se muestra sorprendida y perpleja ante la aparición de un ser que surge de la nada. El escenario en el que se sitúa la acción es novedoso aunque el pintor no renuncia a algunos de los elementos simbólicos habituales.
Los resultados conseguidos por algunos de estos pintores fueron, en ocasiones, realmente sorprendentes y dignos de admiración.
En el óleo que nos ocupa, Waterhouse pinta a la Virgen sin oropeles ni entronizaciones, más bien como una simple muchacha que se muestra sorprendida y perpleja ante la aparición de un ser que surge de la nada. El escenario en el que se sitúa la acción es novedoso aunque el pintor no renuncia a algunos de los elementos simbólicos habituales.
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